domingo, 13 de septiembre de 2015

INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA - Julio Cortázar (Argentina)

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.

EL GIGANTE EGOÍSTA - Oscar Wilde (Irlanda)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.

LA CASA ENCANTADA - Virginia Woolf (Reino Unido)

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.

LA PERLA - Yukio Mishima (Japón)

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capazde prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.
FIN

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LOS DOCE CAZADORES - Hermanos Grimm (Alemania)

Había una vez un príncipe que tenía una novia, a la cual quería mucho; se hallaba siempre a su lado y estaba muy contento, pero tuvo noticia de que su padre, quien vivía en otro reino, se hallaba mortalmente enfermo, y quería verlo antes de morir. Por eso le dijo a su amada:

-Tengo que marcharme y abandonarte, pero aquí tienes esta sortija en memoria de nuestro amor, y cuando sea rey volveré y te llevaré a mi palacio.

Se puso en camino. Cuando llegó al lado de su padre, éste se hallaba moribundo y le dirigió estas palabras:

-Querido hijo mío, he querido verte por última vez antes de morir; prométeme casarte con la mujer que te designe.

Y le nombró una princesa que debía ser su esposa.

El joven estaba tan afligido, que le contestó sin reflexionar:

-Sí, querido padre, cumpliré tu voluntad.

El rey cerró los ojos y murió.

Comenzó entonces a reinar el hijo, y trascurrido el tiempo del luto debía cumplir su promesa, por lo que envió a buscar a la hija del rey con la cual había dado palabra de casarse. Lo supo primera novia y sintió mucho su infidelidad, llegando casi a perder la salud. Entonces le preguntó su padre:

-Dime, querida hija, ¿qué te falta?, ¿qué tienes?
Reflexionó ella un momento y después contestó:

-Querido padre, quisiera encontrar once jóvenes iguales a mi rostro y estatura.

El rey le respondió:

-Se cumplirá tu deseo si es posible.

Y mandó buscar por todo su reino once doncellas que fueran iguales a su hija en rostro y estatura.

Cuando las hubo encontrado, se vistieron todas de cazadores con trajes enteramente iguales; la princesa se despidió después de su padre y se marchó con sus compañeras a la corte de su antiguo novio. Allí preguntó si necesitaba cazadores y si podían entrar todos en su servicio. El rey la miró y no la reconoció; pero como todos eran tan buenos mozos, dijo que sí, que los recibiría con gusto. Y quedaron los doce cazadores al servicio del rey.

Pero el rey tenía un león, que era un animal mágico, pues sabía todo lo oculto y secreto, y una noche le dijo:

-¿Crees que tienes doce cazadores?

-Sí -contestó el rey- los cazadores son doce.
Pero el león añadió:

-Te engañas, son doce doncellas.

El rey replicó:

-No puede ser verdad; ¿cómo me lo probarás?

-Manda echar guisantes en tu cuarto -replicó el león- y lo verás con facilidad. Los hombres tienen el paso firme; cuando andan sobre guisantes, ninguno se mueve; pero las mujeres caminan con inseguridad y vacilan y los guisantes ruedan.

El rey siguió su consejo y mandó extender los guisantes. Mas un criado del rey, que quería mucho a los cazadores, cuando supo que debían ser sometidos a una prueba, se lo contó diciéndoles:

-El león quiere probar al rey que ustedes son mujeres.
Se lo agradeció la princesa y dijo a sus doncellas:

-Vayan con cuidado y anden con paso fuerte por los guisantes.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los cazadores y fue a su cuarto, donde estaban los guisantes, comenzaron a andar con fuerza y con un paso tan firme y seguro, que ni uno solo rodó ni se movió. Cuando se marcharon, dijo el rey al león:

-Me has engañado, andan como hombres.

El león le contestó:

-Lo han sabido, y han procurado salir bien de la prueba, haciendo un esfuerzo. Pero manda traer doce husos a tu cuarto, y cuando entren verás cómo se sonríen, lo cual no hacen los hombres.

Agradó al rey el consejo y mandó llevar las ruecas a su cuarto.

Pero el criado, que tenía cada vez más afición a los cazadores, fue a verlos y les descubrió el secreto. Entonces dijo la princesa a sus once doncellas, así que estuvieron solas:

-Estén con cuidado y no miren las ruecas.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los doce cazadores, entraron en su cuarto sin mirar a las ruecas. El rey dijo entonces al león:

-Me has engañado, son hombres, pues no han mirado las ruecas.

El león le contestó:

-Han sabido que debían ser sometidos a esta prueba y han procurado vencerse.

Pero el rey no quiso creer ya al león.

Los doce cazadores seguían al rey constantemente a la caza, el cual había llegado a tenerles verdadero cariño; pero un día, mientras cazaba, llegó la noticia de que había llegado la esposa del rey; su antigua novia, al oírlo, lo sintió tanto, que la faltaron las fuerzas y cayó desmayada en el suelo. El rey creyó que le había dado mal de corazón a su querido cazador, se acercó a él para auxiliarle, le quitó el guante, y vio en su mano la sortija que había regalado a su primera novia; la miró entonces a la cara y la reconoció, conmoviéndose de tal modo su alma, que le dio un beso, y cuando volvió en sí le dijo:

-Tú eres mía y yo soy tuyo, y ningún hombre del mundo puede separarnos.

Envió a su otra novia un caballero diciéndole que regresase a su reino, pues estaba ya casado, y no tardaron en celebrar su boda, perdonando al león, porque había dicho la verdad.
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.

LAS CIUDADES Y LOS CAMBIOS - Italo Calvino (Italia)

A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia. donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.

UNA CASITA EN EL CAMPO - Emile Zola (Francia)

La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro.

La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria.

Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre.

Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento.

Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil».

El señor y la señora, equipados como para ir a la guerra, cargados de cestos, van a buscar al internado al joven Gobichon, un chaval de unos doce años, que ve con terror cómo sus padres se dirigen hacia el Bièvre. Y durante el trayecto, el padre, grave y feliz, trata de inspirarle a su hijo el amor por el campo disertando acerca de las coles y los nabos.

Llegan y se acuestan. Al día siguiente, desde el alba, Gobichon se pone su ropa de campesino; está firmemente decidido a cultivar sus tierras; cava, azadonea, planta, siembra durante todo el día. No crece nada; el suelo, formado de arena y cascotes, se niega a producir cualquier tipo de vegetación. No por ello deja el rudo trabajador de secarse con satisfacción el sudor que inunda su rostro. Mirando los hoyos que acaba de abrir, se detiene orgulloso y llama a su mujer:

-¡Señora Gobichon, venga a ver esto! -grita-. ¡Mire qué hoyos! ¡Éstos si son profundos!

La buena mujer se queda extasiada mirando la profundidad de los hoyos. El año pasado, por un extraño e inexplicable fenómeno, una lechuga, una lechuga romana alta como la mano, roída y de un amarillo sucio, tuvo el singular capricho de crecer en un rincón del huerto. Gobichon invitó a treinta personas a cenar para celebrar aquella lechuga.

Pasa la jornada entera al sol, cegado por la luz intensa, asfixiado por el polvo. A su lado se encuentra su esposa que lleva la abnegación hasta el sofoco. El joven Gobichon busca desesperadamente los delgados hilillos de sombra que forman los muros.

Por la tarde, toda la familia se sienta junto al estanque vacío y goza en paz de los encantos de la naturaleza. Las fábricas de los alrededores lanzan una negra humareda; las locomotoras pasan silbando, llevando toda una masa endomingada y ruidosa; los horizontes se extienden, devastados, más tristes aún por el eco de esas carcajadas que regresan a París para una larga semana. Y, mezclados con la fetidez del Bièvre, los olores de fritura y de polvo pasan por el aire pesado.

Gobichon, enternecido, contempla religiosamente cómo surge la luna entre dos chimeneas.

FIN

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SER INFELIZ - Franz Kafka (República Checa)

Cuando ya eso se había vuelto insoportable -una vez al atardecer, en noviembre-, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada, me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos al enemigo, se hubiesen enfurecido en la batalla. 

Cual pequeño fantasma, corrió una niña desde el pasillo completamente oscuro, en el que todavía no alumbraba la lámpara, y se quedó en puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual se balanceaba levemente encandilada en seguida por la penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero de repente se calmó al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho de la calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad. Apoyando el codo en la pared de la pieza, se quedó erguida ante la puerta abierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera se moviese a lo largo de las articulaciones de los pies, también del cuello, también de las sienes. Miré un poco en esa dirección, después dije: "buenas tardes", y tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa, porque no quería estarme allí parado, así, a medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que la excitación me abandonase por la boca. Tenía la saliva pesada; en la cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamente esta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavía parada contra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquélla, y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase las puntas de sus dedos. Le dije: 

-¿Es a mí realmente a quien quiere ver? ¿No es una equivocación? Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo así y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo a quien usted desea visitar? 

-¡Calma, calma! -dijo la niña por sobre el hombro-; ya todo está bien. 

-Entonces entre más en la pieza. Yo querría cerrar la puerta.

-Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobre todo, tranquilícese. 

-¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un montón de gente. Naturalmente todos son conocidos míos. La mayoría viene ahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creen simplemente tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya ocurrió una vez. Esta gente ya ha terminado su trabajo diario; ¿a quién soportarían en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás, usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta. 

-¿Pero qué ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede cerrar las puertas?

-Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendría que haber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquí, póngase cómoda; usted es mi huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo único importante es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es que hace falta decírselo? ¿Tan mal me conoce? 

-No. En realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía: no debería haberlo dicho. Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto por mí? 

-¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habría podido encerrarse, así no más, conmigo en una pieza. 

-Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente quería decir: no me sirve de mucho conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted el esfuerzo de fingir un poco ante mí. De todos modos, no me venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido, dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no lo conozco en cualquier lugar y siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré teniendo en cuenta que ya me ha amenazado. 

-¿Cómo? ¿Yo la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento de que por fin esté aquí! Digo "por fin" porque ya es tan tarde. No puedo entender por qué vino tan tarde. Además es posible que por la alegría haya hablado tan incongruentemente, y que usted lo haya interpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que he hablado así. Sí. La amenacé con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo? ¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por qué quiere arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de presencia suya aquí? Un extraño sería más complaciente que usted. 

-Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. También usted lo sabe. ¿A qué entonces esa tristeza? Diga mejor que está haciendo teatro y me voy al instante. 

-¿Así? ¿También esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridículo, no sólo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mía, y si yo por naturaleza me comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra manera. 

-¿Es esto amable? 

-Hablo de antes. 

-¿Sabe usted cómo seré después? 

-Nada sé yo. 

Y me dirigí a la mesa de luz, en la que encendí una vela. Por aquel entonces no tenía en mi pieza luz eléctrica ni gas. Después me senté un rato a la mesa, hasta que también de eso me cansé. Me puse el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en el sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir me tropecé con la pata de un sillón. En la escalera me encontré con un inquilino del mismo piso. 

-¿Ya sale usted otra vez, bandido? -preguntó, descansando sobre sus piernas bien abiertas sobre dos escalones. 

-¿Qué puedo hacer? -dije-. Acabo de recibir a un fantasma en mi pieza. 

-Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado un pelo en la sopa. 

-Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma. 

-Muy cierto: ¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en fantasmas? 

-¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de qué me sirve este no creer?

-Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si un fantasma viene realmente a su pieza.

-Sí. Pero es que ése es el miedo secundario. El verdadero miedo es el miedo a la causa de la aparición. Y este miedo permanece, y lo tengo en gran forma dentro de mí. 

De pura nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos. 

-Ya que no tiene miedo de la aparición como tal, habría debido preguntarle tranquilamente por la causa de su venida. 

-Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con fantasmas; jamás se puede obtener de ellos una información clara. Eso es un de aquí para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotros de su existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no es de extrañar. 

-Pero yo he oído decir que se les puede seducir.

-En ese punto está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo va a hacer? 

-¿Por qué no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo -dijo, y subió otro escalón. 

-¡Ah, sí...! -dije-, pero aún así no vale la pena. Recapacité.

Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenía que agacharse por debajo de una arcada de la escalera. 

-Pero no obstante -grité-, si usted ahí arriba me quita mi fantasma, rompemos relaciones para siempre. 

-¡Pero si fue solamente una broma! -dijo, y retiró la cabeza. 

-Entonces está bien -dije. 

Y ahora sí que, a decir verdad, podría haber salido tranquilamente a pasear; pero como me sentí tan desolado preferí subir, y me eché a dormir.

                                                                   FIN

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EL VELO NEGRO - Charles Dickens (Inglaterra)

Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.
-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?
-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.

El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba el cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.

-¿Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.

Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.

-Pase, por favor -dijo el cirujano.

La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.

-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y redondos habían permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la cortina y cierra la puerta.

El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la puerta, se retiró al gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la cerradura. El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro el cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua.

-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.
-Sí -respondió ella con una voz baja y profunda.
-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de una persona que sufre.
-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!

Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.

-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un momento. ¿Por qué no consultó usted antes al médico?
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.

-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre, que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua- y luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.

La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado y rompió en llanto.

-Sé -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio febril. Ya me lo han dicho, aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.
-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano tras una pausa-. No deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión de que deseo investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su relato una inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose esta noche, pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que mañana sea inútil, sin embargo ¡quiere que entonces lo vea! Si él le es tan querido como las palabras y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?

-¡Dios me asista! -exclamó la mujer, llorando-. ¿Cómo puedo esperar que un extraño crea lo increíble? Entonces, ¿usted se niega a verlo mañana, señor? -añadió levantándose vivamente.
-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le advierto que, de persistir en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el individuo se muere.
-La responsabilidad será siempre grave -replicó la desconocida en tono amargo-. Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la acepto y estoy pronta a responder de ella.
-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, accedo a la petición de usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A qué hora se le puede visitar?
-A las nueve -replicó la desconocida.
-Usted excusará mi insistencia en este asunto -dijo el cirujano-. Pero ¿está él a su cuidado?
-No, señor.
-Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento durante esta noche, ¿podría usted cumplirlas?
La mujer lloró amargamente y replicó:
-No; no podría.
Como no había esperanzas de obtener más informes con la entrevista y deseoso, por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer, que ya se habían convertido en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el cirujano repitió su promesa de acudir a la mañana. Su visitante, después de darle la dirección, abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había entrado.

Es de suponer que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el cirujano, y que este meditó por largo tiempo, aunque con escaso provecho, sobre todas las circunstancias del caso. Como casi todo el mundo, había leído y oído hablar a menudo de casos raros, en los que el presentimiento de la muerte a una hora determinada había sido concebido. Por un momento se inclinó a pensar que el caso era uno de estos; pero entonces se le ocurrió que todas las anécdotas de esta clase que había oído se referían a personas que fueron asaltadas por un presentimiento de su propia muerte. Esta mujer, sin embargo, habló de un hombre; y no era posible suponer que un mero sueño le hubiese inducido a hablar de aquel próximo fallecimiento en una forma tan terrible y con la seguridad con que se había expresado.

¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto, se arrepentía y, aunque imposibilitada para impedir cualquier atentado contra la víctima, se había decidido a prevenir su muerte, si era posible, haciendo intervenir a tiempo al médico? La idea de que tales cosas ocurrieran a dos millas de la ciudad le parecía absurda. Ahora bien, su primera impresión, esto es, de que la mente de la mujer se hallaba desordenada, acudía otra vez; y como era el único modo de resolver el problema, se aferró a la idea de que aquella mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este punto, no obstante, le asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el transcurso de la cual, y a despecho de todos sus esfuerzos, no pudo expulsar de su imaginación perturbada aquel velo negro.
La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio aislado y miserable. Pero hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un descampado habitado por gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les prohibía aspirar a un mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de vivir hacían esta soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron no lo fueron sino en años posteriores; y la mayoría de las que entonces existían, esparcidas aquí y allá, eran del más tosco y miserable aspecto.

La apariencia de los lugares por donde el joven cirujano pasó a la mañana siguiente, no levantaron su ánimo ni disiparon su ansiedad. Saliendo del camino, tenía que cruzar por el yermo fangoso, por irregulares callejuelas. Algún infortunado árbol y algún hoyo de agua estancada, sucio de lodo por la lluvia, orillaban el camino. Y a intervalos, un raquítico jardín, con algunos tableros viejos sacados de alguna casa de verano, y una vieja empalizada arreglada con estacas robadas de los setos vecinos, daban testimonio de la pobreza de sus habitantes y de los escasos escrúpulos que tenían para apropiarse de lo ajeno. En ocasiones, una mujer de aspecto enfermizo aparecía a la puerta de una sucia casa, para vaciar el contenido de algún utensilio de cocina en la alcantarilla de enfrente, o para gritarle a una muchacha en chancletas que había proyectado escaparse, con paso vacilante, con un niño pálido, casi tan grande como ella. Pero apenas si se movía nada por aquellos alrededores. Y todo el panorama ofrecía un aspecto solitario y tenebroso, de acuerdo con los objetos que hemos descrito.

Después de afanarse a través del barro; de realizar varias pesquisas acerca del lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas respuestas contradictorias, el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de aspecto desolado. Una vieja cortina amarilla ocultaba una puerta de cristales al final de unos peldaños, y los postigos estaban entornados. La casa se hallaba separada de las demás y, como estaba en un rincón de una corta callejuela, no se veía otra por los alrededores.

Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más allá de la casa antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no diremos nada que tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más audaz. La policía de Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del de hoy día; la situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la construcción y las mejoras urbanas no habían empezado a unirlos a la ciudad y sus alrededores, convertían a varios de ellos, y a este en particular, en un sitio de refugio para los individuos más depravados.

Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban entonces mal iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban abandonados a la luna y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los personajes desesperados, o de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran así muy escasas y, por tanto, sus audacias crecían; y la conciencia de una impunidad cada vez se hacía mayor por la experiencia cotidiana. Añádanse a estas consideraciones que el joven cirujano había pasado algún tiempo en los hospitales de Londres; y, si bien ni un Burke ni un Bishop habían alcanzado todavía su gran notoriedad, sabía, por propia observación, cuán fácilmente las atrocidades pueden ser cometidas. Sea como fuere, cualquiera que fuese la reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó; pero siendo un hombre joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo titubeó un instante. Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.
Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final del pasillo, conversase con alguien del rellano de la escalera, más arriba. Después se oyó el ruido de dos pesadas botas y la cadena de la puerta fue levantada con suavidad. Allí vio a un hombre alto, de mala facha, con el pelo negro y una cara tan pálida y desencajada como la de un muerto; se presentó, diciendo en voz baja:

-Entre, señor.

El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena, le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.
-¿He llegado a tiempo?
-Demasiado temprano -replicó el hombre.
El cirujano miró a su alrededor, con un gesto de asombro.

-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que, evidentemente, se había dado cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera cinco minutos, se lo aseguro.

El cirujano entró en la habitación; el hombre cerró la puerta y lo dejó solo. Era un cuarto pequeño, sin otros muebles que dos sillas de pino y una mesa del mismo material. Un débil fuego ardía en el brasero; fuego inútil para la humedad de las paredes. La ventana, rota y con parches en muchos sitios, daba a una pequeña habitación con suelo de tierra y casi toda cubierta de agua. No se oían ruidos, ni dentro ni fuera. El joven doctor tomó asiento cerca del fuego, en espera del resultado de su primera visita profesional.

No habían transcurrido muchos minutos cuando percibió el ruido de un coche que se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la puerta de la calle, oyó luego una conversación en voz baja, acompañada de un ruido confuso de pisadas por el corredor y las escaleras, como si dos o tres hombres llevasen algún cuerpo pesado al piso de arriba. El crujir de los escalones, momentos después, indicó que los recién llegados, habiendo acabado su tarea, cualquiera que fuese, abandonaban la casa. La puerta se cerró de nuevo y volvió a reinar el silencio.

Pasaron otros cinco minutos y ya el cirujano se disponía a explorar la casa en busca de alguien, cuando se abrió la puerta del cuarto y su visitante de la pasada noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con el velo bajado como entonces, le invitó por señas a que le siguiera. Su gran estatura, añadida a la circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por un momento pasara por su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer. Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de debajo del velo y su actitud de pena, hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.

La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la habitación para dejarle entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una vieja arca de pino, unas pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin colgaduras, cubierta con una colcha remendada. La luz mortecina que dejaba pasar la cortina que él había visto desde fuera, hacía que los objetos de la habitación se distinguieran confusamente, hasta el punto de no poder percibir aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al principio. En esto, la mujer se adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.

Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas, una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido, apartó a la mujer y tomó esta mano.

-¡Dios mío! -exclamó, dejándola caer involuntariamente-. ¡Este hombre está muerto!

La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.

-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura-. ¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo! Algunos han podido volver a la vida cuando los daban por muerto. ¡No le deje, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! En estos instantes la vida huye de él. ¡Inténtelo, señor, por todos los santos del cielo! -y hablando así frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin vida; y enseguida golpeaba con frenesí las frías manos que, al dejar de retenerlas, volvieron a caer, indiferentes y pesadas, sobre la colcha.

-Esto no servirá de nada, buena mujer -dijo el cirujano suavemente, mientras le apartaba la mano del pecho de aquel hombre-. ¡Descorra la cortina!
-¿Por qué? -preguntó la mujer, levantándose con sobresalto.
-¡Descorra la cortina! -repitió el cirujano con voz agitada.
-Oscurecí la habitación expresamente -dijo la mujer, poniéndose delante, mientras él se levantaba para hacerlo-. ¡Oh, señor, tenga compasión de mí! Si no tiene remedio; si está realmente muerto, ¡no exponga su cuerpo a otros ojos que los míos!
-Este hombre no ha muerto de muerte natural -observó el cirujano-. Es preciso ver su cuerpo.
Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta de que se había alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.

-Ha habido violencia -dijo, señalando al cuerpo y examinando atentamente el rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba subido. En la excitación anterior se había quitado la cofia y el velo y ahora se encontraba delante de él, de pie, mirándole fijamente. Sus facciones eran las de una mujer de unos cincuenta años, y demostraban haber sido guapa. Penas y lágrimas habían dejado en ella un rastro que los años, por sí solos, no hubieran podido dejar. Tenía la cara muy pálida. Y el temblor nervioso de sus labios y el fuego de su mirada demostraban que todas sus fuerzas físicas y morales se hallaban anonadadas bajo un cúmulo de miserias.
-Aquí ha habido violencia -repitió el cirujano, evitando aquella mirada.
-¡Sí, violencia! -repitió la mujer.
-Ha sido asesinado.
-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la mujer con convicción-. ¡Cruel, inhumanamente asesinado!
-¿Por quién? -dijo el cirujano, aferrando por los brazos a la mujer.
-Mire las señales de sus carniceros y luego pregúnteme -replicó ella.
El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.

-¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana! -exclamó volviéndose con un estremecimiento.
-¡Es él! -replicó la mujer con una mirada extraviada e inexpresiva.
-¿Quién era?
-Mi hijo -añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.
Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto, mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las circunstancias del caso, ya lejano, es innecesario y podría lastimar a personas que aún viven. Era una historia como las que ocurren a diario. La mujer era una viuda sin relaciones ni dinero, que se había privado de todo para dárselo a su hijo. Este, despreciando los ruegos de su madre, y sin acordarse de los sacrificios que ella había hecho por él, se había hundido en la disipación y el crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano del verdugo, y para su madre la vergüenza y una locura incurable.
Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a la pobre loca. Y no sólo para calmarla con su presencia, sino para velar, con mano generosa, por su comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria que precedió a la muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de su protector salió de los labios de la pobre criatura desamparada. La oración voló al cielo, donde fue oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces devuelta; pero entre los honores y las satisfacciones que merecidamente ha tenido no conserva recuerdo más grato a su corazón que el de la historia de la mujer del velo negro.
FIN

ENTRADA PUBLICADA POR MARIANA.